Carta a Isidro
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abes lo que más añoro de nuestro tiempo en la universidad, Isidro? ¿Sabes cuál es la memoria que ha sido recurrente en mi pensamiento en estos días pasados? Te lo diré, Isidro, aunque nunca me permitiste hablar. Cada vez que abría la boca para decir algo, cualquier cosa, ahí estabas tú de nuevo, interumpiéndome con tu encendida manera de hablar. Y yo tenía muchas cosas que decir. Aunque nunca te culpé; tú eras un respetado ingeniero y todo el mundo te quería y te elogiaba. Yo, por mi parte, sólo era un humilde profesor de literatura y aunque mucha gente también me quería, nunca tuve tantos admiradores como tú. Sí, estoy orgulloso de decir que nunca antes te envidié, Isidro. Tú no eras más que otro pez en el acuario esperando ser alimentado; otra hormiga buscando provisiones que llevar a la reina… Pero me estoy desviando de lo que iba a decirte.
¿Recuerdas el día que entramos a la universidad? Alguien había escrito en la pared gris de mi dormitorio:
Bienvenido Welcome Willkommen Bienvenue
con grandes letras blancas. Y cuando finalmente dejamos la universidad, quiero decir, el último día de clases, álguien había escrito en la pared opuesta:
Adiós Goodbye Auf Wiedersehen Au Revoir
Nunca supe quién escribió esos letreros. Nunca pregunté. No sé si fuiste tú, o si fue el impetuoso Ñico. ¿Te acuerdas de él? Ñico falleció hace algunos años en Camagüey, de cáncer hepático… De todos modos, yo me sentía muy extraño y solitario ese último día en la universidad. Yo no quería marcharme; yo nunca quise marcharme.
Te escribo todo esto, Isidro, aquí sentado en mi terraza, mirando los techos de las arruinadas casas del vecindario. Hacía mucho tiempo que no me asomaba a esta terraza desde donde la ciudad toma el aspecto de un bosque tupido en que apenas se divisan algunos techos vetustos de oxidado zinc, ya irreparables, intercalados entre árbol y árbol. Estoy recordando las muchas horas sin luz que convertimos en tantísimos minutos de conversaciones, impregnadas de esa nostalgia inspiradora y creativa que permea siempre las charlas de los buenos amigos... Hoy, precisamente, me pregunto, ¿hacia donde se ha desvanecido mi vida? ¿Acaso alguna vez me encontré a mí mismo o sólo estuve fluyendo, inerme, a merced de la corriente de una marea abismal? No; nunca me dejaste expresarme; ahora es mi oportunidad. Y estoy tratando de decirte todo, tratando de comunicarte todas mis angustias y temores, así como los breves instantes de felicidad vivídos. Pero más que nada, estoy tratando de sentirme avergonzado, apenado a causa de tu condición… tu enfermedad terminal.
Pero no sé que decir. No sé como acercarme a mi mismo, a este escabroso tema, y de tal modo poder acercarme a ti. Sólo puedo hacer que me recuerdes de alguna manera, o por lo menos urgirte a que recuerdes esos cortos momentos de elocuencia que me definen. Y sí, estoy abrumado por la cólera, Isidro, abrumado por la cólera, porque hay personas que no debían perecer; que no debían claudicar ante ese mismo obsceno proceso de la muerte. Tú no deberías partir, Isidro; no puedes y no debes, porque si no, te convertirías en una sombra que ha pasado fugaz. Abandonarías este mundo por toda la eternidad. ¿Quién, entonces, recordará esos momentos prodigiosos que compartimos en esta amada Isla, cómo niños, cómo profesionales?
Sin embargo, esa memoria se ha estado repitiendo a sí misma una y otra vez, como una recurrente y solemne nota de un piano desafinado. Oh, ese último día... Me recuerdo caminando aquellos laberínticos pasillos con torpeza; respirando agitadamente y con mi corazón batiendo en mi pecho como un ominoso gong. Es un pensamiento terrible; y no quiero que esto ocurra de nuevo. Empero, está ocurriendo de nuevo, Isidro. Ahora soy yo quién debe decirte adiós, porque estás murie…¿Por qué debería yo? No estoy listo; nadie lo está…
Y sigo aquí, sentado en la otrora jubilosa terraza, tan cercana al cielo, esperando por la nublada hora del sueño, pensando además en otras cosas. Estoy recordando a tu esposa cuya temprana muerte fue tan lamentable; como ella acostumbraba a llamarte —con su peculiar manera de reir— frío y duro y reservado. Tengo que admitirlo: nos la arrebataste, incluso aún cuando yo trataba de cortejarla. De todas maneras, ella siempre fue tan solícita con todos nosotros, que eso la hacía verdaderamente inolvidable. Yo la admiraba especialmente, Isidro, porque ella te admiraba a ti. Y tú la amabas de veras. La amabas tanto, que aún permaneces viudo. Al menos, tu carrera (ahora ya desvanecida) y tu hijo han sido tu consolación.
Pero además estoy pensando en otras cosas. Cosas felices, Isidro. ¿Recuerdas cómo actuabas con indiferencia hacia mí cada vez que trataba de pertenecer a tu grupo, cuando éramos tan jóvenes? Una vez, fuí parte de esa magnífica troupe por un solo día; luego tú y Ñico me expulsaron porque decían que me quejaba demasiado.
¿Y recuerdas cuándo, más tarde, siendo aún adolescentes, nos tornamos obsesivos con el rebelde actor polaco Zbiegniew Cybulski? Y vimos tantos filmes de él como fue posible. ¿Recuerdas lo animados que estábamos y a la vez tristes, cuando vimos Todo Para Vender a finales de los sesenta, que aludía a su prematura muerte (¿o fue asesinato?). ¿Por qué todas estas remembranzas? ¿A qué propósito sirven, sino sólo para recordarme de mis presentes angustias? ¿Pero sabes qué? Una extraña sensación me anima a creer que alguien ha estado escribiendo nuestras memorias; escribiéndolas como cuentos, y está a punto de publicarlas. No obstante, podría decir que me produce una cándida satisfacción saber que alguien las esté recreando, ya que de otra manera se hubieran perdido inexorablemente.
Me duele que hayas partido; y me duele haberme quedado. Y ahora estás muriendo. Tú estás muriendo, pero al menos sabes que tiempo de vida te puede quedar. Yo también estoy muriendo, poco a poco, pero sin una fecha fijada. Esa lenta y anómala muerte es peor aún…
Ahora, déjame hablar, ya que nunca antes me lo permitiste. Pienso que estabas tratando de protegerme de algún modo, posiblemente de mí mismo. No lo sé. Nunca lo supe, como tampoco supe quién escribió aquellos letreros en la pared gris de mi dormitorio. Pero agradezco que ahora me estés escuchando, no porque yo esté haciendo que me escuches, sino porque te sientes inclinado a ello. Quizás esté equivocado al escribir esta carta. Todo lo que sé, es que tú estás muriendo. Y no quiero que esto ocurra de nuevo…
Sinceramente,
J. Sancho
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