Bienvenidos al blog Crónicas Aldeanas, creado por Félix Anesio, para la difusión de mi obra literaria y la de todos aquellos que deseen colaborar. Asimismo, servirá para la promoción de otras manifestaciones artísticas y culturales.

Tale of Two Villages, created by Felix Anesio, for the promotion of my literary works, as well as any other participants who wish to collaborate. Also, this blog will promote other artistic and cultural manifestations.

domingo, 19 de febrero de 2012

Cuento "El animal" del libro Eros del Espejo, 2001.

El animal


   Era un animal triste. Uno más de la fauna nocturna y noctámbula de la ciudad, desconocido en el campo, donde las once es madrugada y amanece a las cuatro. Un animal solitario de jeans descolorido y mochila. Andaba con otros animales tristes, solitarios, depresivos y compulsivos; animales urbanos, poéticos, mediocres y compasivos, budistas y marxistas, animales de pelo y animales pelados, animales machos y animales hembras, pálidos y oscuros, domésticos y de feria, honestos y cleptómanos, verdes o no, impúdicos y tímidos, animales cultos y de corral, histéricos y flemáticos, carnívoros y vegetarianos, vanguardistas y patéticos, de oficina y rupestres, anarquistas y eléctricos, posmodernos y mecánicos. Era un animal nocturno de la fauna triste de la ciudad.

   A veces jugaba a devorarse. Una tarde en que había engullido el brazo izquierdo, tuvo que hacer penitencia en el rincón con una estrella en cada mano. De entonces guardó la costumbre ancestral y se dedicó a devorar a otros, que tragaba enteros para devolverlos con un regusto a mariposa en los labios. Los comidos solían esperar el segundo banquete, pero jamás repitió un plato. Era un animal inédito, ejemplar único, el último de los animales nocturnos de ciudad.

   Era un animal no enjaulable, salvo que lo deseara, entonces se construía una cárcel de palabras y perdía la llave en cualquier recodo de la memoria, donde la hallaba cuando olvidaban el pasto para su amor. Entonces alzaba el vuelo, porque también era un animal de alas. Podía suceder que los barrotes fueran demasiado finos o excesivamente gruesos, suficiente razón para escapar pues se consideraba un animal exacto.

   Sin embargo, era un animal menor, de los que nunca dejan la madriguera, y luego de sus cacerías diurnas o nocturnas regresaba al cubil, donde la ubre materna y el café con leche en la cama en las mañanas de lluvia. Era un animal ingenuo e inhóspito, aunque toda clase de sabandijas encontraran albergue bajo sus pestañas. En sus ratos libres inventaba letras y ponía trampas a los animales de cuerno, desaparecidos también por ser los unicornios animales selectivos y neuróticos.

   En primavera el animal solitario se cubría de retoños y callaba todo el verano para que no escaparan los capullos. En invierno se hacía oruga y masticaba bibliófilos, mecanógrafas, estudiantes de bachillerato y poetas sin musas. La próxima estación los echaba a la calle y se iba perdiendo al norte de sus dedos hasta volverse impalpable a los 138 grados fahrenheit. Su comportamiento ácido engañaba a los químicos y les hacía destrozar sus probetas a versos. Era un animal soñante que coleccionaba sus pesadillas para entregarlas a animales insomnes y animales abstemios.

   Era un animal de otros días conectado a la cuarta dimensión, de modo que sólo podía tenerse parcialmente. Era un animal anómalo y mimético. Invariablemente giraba en círculos sobre su eje magnético, por lo que era también un animal galáctico y estacionario.

   Amaba las mareas y las bocanadas de tiempo perdido escurriéndose entre los dedos. Era un animal pirómano e incineraba sus temores en un agujero de la tarde, sin saber que fénix es el otro nombre del miedo, y al filo de las seis regresaban las fobias en manadas a colarse bajo el esternón.

   Era un animal del horóscopo aunque no estuviera en el zodíaco. Por eso se disfrazaba de pez para asistir a las multiplicaciones, aunque faltara el pan. Amaba al carnero, temía al león, ignoraba a vírgenes machos y hembras, se burlaba de los toros, emporcaba al acuario, aplastaba escorpiones y sagitarios, le faltaban libras, podía tener un carcinoma en cualquier sitio de su libido. Olvidaba a los gemelos: el dos nunca fue su número de suerte y odiaba los espejos. Capricornio, sólo un trópico. Por eso prefería el horóscopo chino.

   Era un animal agnóstico. No se conocía y se empeñaba en desconocer a los demás, en las horas confusas de despertar ignoraba al planeta y lentamente comenzaba a amanecer. Solía hacerlo según lo corriente, pero otras veces situaba su alba a las once, las tres o las veinte horas, GMT, y a partir de entonces comenzaba un día más.

   Vivir era su forma de no morir, aunque temía a la muerte más que a sí. En ocasiones, el animal nocturno de la fauna ciudadana de la tristeza se disfrazaba de alegría para volver a una casa grande junto al mar, con soleada baranda alrededor donde dormían los primos en verano, o de amistad para ofrecer consejo, o de institutriz inglesa para regañar. Pero prefería disfrazarse de animal citadino de la fauna triste de la noche para recorrer las calles semidesiertas o casi vacías en pos de su sombra, que siempre iba a diez pasos, preparada para el último duelo.

   Era un animal dudoso. Tanto, que hacía a sus amigos no animales tristes o a sus no amigos animales tristes confirmarle cada noche su identidad, porque temía perderse.

Un mal día resolvió marcharse y lo hizo sin avisar, sin nota ni llamada telefónica. Simplemente no estuvo más para invitar a las espumas del café o prometer un libro no escrito. Fue sólo un animal que se marcha, dejando detrás la noche, la ciudad y una tristeza infinita.


Rubén Rodríguez González
Escritor y periodista cubano.



Post de Felix Anesio. Miami, Fl.

sábado, 4 de febrero de 2012

La expulsión, un cuento fantástico de Pedro Merino.

La expulsión.

Autor: Pedro Merino



La profundidad nerviosa movía y emergía pesadas basuras por la playa. Los bancos de arenas se desmoronaban y dejaban precipicios que los microorganismos vivos y muertos subían de repente impregnados en un objeto cilíndrico, cuya masa sonaba como metal contra los caracoles y piedras, embarrado de algas.
La marea subía y empujaba, entre el agua y la arena, los restos perdidos. El objeto iba y venía de un lado a otro por su forma. Rodaba sin pararse en un lugar. Brincaba porque no se dejaba dominar después de varios siglos tragado por las arenas. Volvía a emerger por la corriente que quería echarlo fuera de su hábitat.
Silbaba por los choques contra otros desechos antiquísimos. Daba vueltas y se postraba, hasta que varias olas lo impulsaron hacia la orilla. Giraba y brillaba el cobre. Las puntas de las olas tendidas no lo rozaban, mientras el viento le hacía remolinear sobre la superficie arenosa. Aún sin brisa se movía…
Quedaba tranquilo, pero a medida que el sol se encaramaba, un fulgor encandilaba la vista de dos pescadores.
De lejos parecía un pez, de cabeza y cola, mutilado. Tenía la aproximación a una obra de arte. Los pescadores, luego de amarrar el bote al muelle, se sintieron atraídos por el objeto. La pesca fue mezquina, pero uno de ellos lo vio y lo encestó junto a los peces. El otro no le hizo caso y le criticó la carga inútil.
Caminaron hacia el poblado, uno resignado; el otro esperanzado. Cada quien se desvió en pos de su hogar. El de la pesada carga comenzó a imaginarse el contenido del objeto, las manos no se unían al asirlo, y la longitud no superaba media braza.
En casa repartió la pesca con la familia y se llevó en la jaba, el objeto. En el patio lo sacó y observó un sudor ferroso que espiraba. Buscó instrumentos para deformar la estructura. Le asestó golpazos hasta hacerle chichones y abolladuras. Lo agitó con brusquedad y esta vez, desde la “barriga”, parecían brincar monedas o joyas. Imaginó la más ambiciosa fantasía. Pero extenuado por el hambre, postergó la manera en que haría vomitar la entraña del objeto.
Por la noche, después de la cena, miró al hallazgo que le refulgía una sombra extraña. Un gaseoso olor le hizo toser, y lo ocultó en el cuarto de desahogo.
Al despertarse recordó un sueño donde, por la tarde, un galeón español había encallado en los farallones, y en la orilla distinguió a mujeres y hombres harapientos, contó a varios niños, y varios cuerpos inflados que las olas reventaban contra los dientes de perro volvían a restregarlos y un color marrón teñía los alrededores; pero vio más: unos negros con taparrabos saltaban y gritaban alrededor de los blancos, mientras un negro vestido oraba mediante convulsiones arrítmicas en el mismo lugar donde encontraron el objeto cilíndrico.
Fue hasta la playa y notó que había peces reventados. Pensó en la contaminación del agua o que habría un tesoro en los bancos de arenas. Varios días repitió la inspección, pero nada emergió.
Habló con un biólogo marino y le explicó que cualquier hallazgo pertenecía al patrimonio nacional, porque estaba en la plataforma insular del país; que si era de valor histórico tenía que devolverlo.
Dejó de pescar. Día y noche pensaba en el objeto. Esperaba con inteligencia operarle el vientre. Consiguió una sierra. Pero los dientes del disco se le partían al más leve contacto con la piel de cobre. El motor no tenía potencia. Las huellas de los intentos por penetrarlo se pronunciaban más; sin embargo, el sonido a monedas seguía tintineando desde dentro.
Buscó un berbiquí y observó que la punta del barreno echaba un humillo y desplegaba un olor a quemado. No podía penetrar el objeto. No había forma. Seguía con los deseos. La reserva del encuentro del hallazgo la mantenía con cautela. En cualquier instante podían decomisarle el regalo del mar.
Desilusionado porque todavía no había abierto el objeto misterioso, decidió esconderlo quién sabe hasta que día.
Pasaron años sin que supiera el secreto. El hijo mayor iba a casarse. El pueblo lo esperaba en la calle. Adentro, él terminaba de ajustarse la corbata. La novia estaba sentada en el auto junto al padre. El objeto todavía brillaba con las abolladuras y chichones. El joven lo abrazó con las manos. Lo colocó encima de las piernas, cuyos extremos sobresalían. Alzó el martillo que hizo una curva en el aire. Cayó encima del objeto el peso exacto, el golpe definitivo... La detonación rajó las paredes como un movimiento telúrico.
El amigo vio expulsar fragmentos chispeantes que le vaciaron un ojo. Con uno, y ensangrentado, observó que recogían sesenta y cinco libras de carne de las  ciento setenta del joven. Recordó el mediodía que pasaron por la playa y a su compañero que cargó el objeto cilíndrico sin desconfiar de la devolución del mar “atorado con parásitos en los intestinos”.