El animal
Era un animal triste. Uno más de la fauna nocturna y noctámbula de la ciudad, desconocido en el campo, donde las once es madrugada y amanece a las cuatro. Un animal solitario de jeans descolorido y mochila. Andaba con otros animales tristes, solitarios, depresivos y compulsivos; animales urbanos, poéticos, mediocres y compasivos, budistas y marxistas, animales de pelo y animales pelados, animales machos y animales hembras, pálidos y oscuros, domésticos y de feria, honestos y cleptómanos, verdes o no, impúdicos y tímidos, animales cultos y de corral, histéricos y flemáticos, carnívoros y vegetarianos, vanguardistas y patéticos, de oficina y rupestres, anarquistas y eléctricos, posmodernos y mecánicos. Era un animal nocturno de la fauna triste de la ciudad.
A veces jugaba a devorarse. Una tarde en que había engullido el brazo izquierdo, tuvo que hacer penitencia en el rincón con una estrella en cada mano. De entonces guardó la costumbre ancestral y se dedicó a devorar a otros, que tragaba enteros para devolverlos con un regusto a mariposa en los labios. Los comidos solían esperar el segundo banquete, pero jamás repitió un plato. Era un animal inédito, ejemplar único, el último de los animales nocturnos de ciudad.
Era un animal no enjaulable, salvo que lo deseara, entonces se construía una cárcel de palabras y perdía la llave en cualquier recodo de la memoria, donde la hallaba cuando olvidaban el pasto para su amor. Entonces alzaba el vuelo, porque también era un animal de alas. Podía suceder que los barrotes fueran demasiado finos o excesivamente gruesos, suficiente razón para escapar pues se consideraba un animal exacto.
Sin embargo, era un animal menor, de los que nunca dejan la madriguera, y luego de sus cacerías diurnas o nocturnas regresaba al cubil, donde la ubre materna y el café con leche en la cama en las mañanas de lluvia. Era un animal ingenuo e inhóspito, aunque toda clase de sabandijas encontraran albergue bajo sus pestañas. En sus ratos libres inventaba letras y ponía trampas a los animales de cuerno, desaparecidos también por ser los unicornios animales selectivos y neuróticos.
En primavera el animal solitario se cubría de retoños y callaba todo el verano para que no escaparan los capullos. En invierno se hacía oruga y masticaba bibliófilos, mecanógrafas, estudiantes de bachillerato y poetas sin musas. La próxima estación los echaba a la calle y se iba perdiendo al norte de sus dedos hasta volverse impalpable a los 138 grados fahrenheit. Su comportamiento ácido engañaba a los químicos y les hacía destrozar sus probetas a versos. Era un animal soñante que coleccionaba sus pesadillas para entregarlas a animales insomnes y animales abstemios.
Era un animal de otros días conectado a la cuarta dimensión, de modo que sólo podía tenerse parcialmente. Era un animal anómalo y mimético. Invariablemente giraba en círculos sobre su eje magnético, por lo que era también un animal galáctico y estacionario.
Amaba las mareas y las bocanadas de tiempo perdido escurriéndose entre los dedos. Era un animal pirómano e incineraba sus temores en un agujero de la tarde, sin saber que fénix es el otro nombre del miedo, y al filo de las seis regresaban las fobias en manadas a colarse bajo el esternón.
Era un animal del horóscopo aunque no estuviera en el zodíaco. Por eso se disfrazaba de pez para asistir a las multiplicaciones, aunque faltara el pan. Amaba al carnero, temía al león, ignoraba a vírgenes machos y hembras, se burlaba de los toros, emporcaba al acuario, aplastaba escorpiones y sagitarios, le faltaban libras, podía tener un carcinoma en cualquier sitio de su libido. Olvidaba a los gemelos: el dos nunca fue su número de suerte y odiaba los espejos. Capricornio, sólo un trópico. Por eso prefería el horóscopo chino.
Era un animal agnóstico. No se conocía y se empeñaba en desconocer a los demás, en las horas confusas de despertar ignoraba al planeta y lentamente comenzaba a amanecer. Solía hacerlo según lo corriente, pero otras veces situaba su alba a las once, las tres o las veinte horas, GMT, y a partir de entonces comenzaba un día más.
Vivir era su forma de no morir, aunque temía a la muerte más que a sí. En ocasiones, el animal nocturno de la fauna ciudadana de la tristeza se disfrazaba de alegría para volver a una casa grande junto al mar, con soleada baranda alrededor donde dormían los primos en verano, o de amistad para ofrecer consejo, o de institutriz inglesa para regañar. Pero prefería disfrazarse de animal citadino de la fauna triste de la noche para recorrer las calles semidesiertas o casi vacías en pos de su sombra, que siempre iba a diez pasos, preparada para el último duelo.
Era un animal dudoso. Tanto, que hacía a sus amigos no animales tristes o a sus no amigos animales tristes confirmarle cada noche su identidad, porque temía perderse.
Un mal día resolvió marcharse y lo hizo sin avisar, sin nota ni llamada telefónica. Simplemente no estuvo más para invitar a las espumas del café o prometer un libro no escrito. Fue sólo un animal que se marcha, dejando detrás la noche, la ciudad y una tristeza infinita.
Rubén Rodríguez González
Escritor y periodista cubano.
Post de Felix Anesio. Miami, Fl.