Ilustracion de Manuel Estrada
La travesía del elefante ilustrado
Quince millas y
el cansancio del día/
me separan del acto
programado.
Voy en busca de
un célebre elefante que cruzara
los Alpes, a
sabiendas o no, de su destino incierto.
Recorro el negro
asfalto, encandilado por miles
de luces
cegadoras, como luciérnagas hostiles,
hacia el lejano
centro de la ciudad sin centro,
que sólo percibo
como una aldea grande, y nada más.
Llego al sitio
elegante y en extremo iluminado
(sin dudas, hubiera preferido la penumbra).
Un mujer, o dos,
me reciben con sonrisas afables,
hechas o
previstas, que no logro asimilar del todo.
Hiere el taconeo
de señoras perfumadas en exceso,
que también han
ido a ver y leer al triste elefante
que cruzó los
Alpes, porque un hombre así lo quizo
—y ese hombre ya está muerto—,
para
inmortalizarlo a su (dis)gusto, ya sin cuento.
Más allá está la
viuda, hierática, con un aire de nobleza,
como una prima
ballerina acechada por admiradores
complacientes;
pero ella luce serena, no se inmuta,
se voltea cortés
y me sonrie, como si intuyera
las motivaciones
de mi vaga presencia.
Lleva en sus
brazos un libro repleto de elefantes;
(¡no se como puede ella con tantos!).
Es un libro de
lúdica apariencia; quizás lo sea:
¡Sólo Dios sabe,
a primera vista, de estas cosas!
De uno de esos
libros de antes, de hoy, o de mañana:
de trompas y
patas de elefantes recortadas con tijeras;
de palabras cortadas
al sesgo, entrelazadas, fundidas,
adosadas,
esculpidas con las manos y el auxilio
de tecnologías
ultramodernas, que nunca se equiparan.
Siempre llegamos a donde nos esperan…, susurra una voz.
El artista
visual, enfático y teórico, intenta convencer
al auditorio de
la gran importancia de su arte. Dudo, luego descreo.
Un elefante ya
inmortalizado no requiere de énfasis mayores.
El escritor (que
ya ha muerto hace dos años, repito) tiene
un premio en
Estocolmo, ciudad que nunca he visitado:
No me gusta la
nieve, ni en mis sueños la sueño/
la
nieve es para mí, sencillamente, un imposible.
El libro pesa
tanto como un elefante real de carne
y láminas, de
huesos colosales, de piel y de palabras.
Y aunque el
precio, en dólares, no resulta desmedido,
me apropio de él,
para leerlo un día en que la vorágine
de esta aldea
grande, me conceda el tiempo para ver y
leer
elefantes
cruzando montañas nevadas;
aunque aquí no haya
montañas;
aunque ya no las recuerde
y se
hayan borrado de mi mente
y este libro me
ayude, de algún modo, a rescatarlas.
Porque la vida ha
de ser condescendiente y un día
he de leer a
Saramago (aunque Borges nunca leyera
a Vargas Llosa;
pero Borges estaba ciego y la ceguera,
y su grandeza, lo
justifican). Yo vivo casi en un letargo
del que, tal vez,
me liberen una magia o un milagro,
que acaso sean lo
mismo, porque ambos sortilegios
son cosas
infrecuentes, ya se sabe.
El viaje de
regreso a casa es menos apresurado/
siempre los regresos se toman
con más calma.
Sobre el asiento
del pasajero yace el libro hermoso,
que ojeo (¡oh,
riesgo!) mientras cruzo las negras llanuras,
los amplios
yerbazales y pantanos de Miami;
libro que la
fineza de un alma escribiera/
(y que otra mano
sagaz, luego ilustrara).
Lo coloco sobre
mi mesita de noche, así, decorativamente.
Y pienso que un
día, antes del ocaso, pueda ya leer a
Saramago,
porque siempre
llegamos, de algún modo/
al lugar donde somos esperados.
A Pilar del Río, viuda de José.
Félix Anesio.
Miami. Enero, 2013.