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El mejor poema de la noche
La incesante llovizna preconizaba algo más a la noche de la ciudad opulenta. Poco a poco, y con esa perseverancia que caracteriza el oficio de los Maestros, iban allegándose de uno en uno, de dos en dos—no más—, con la esperanza de que al fin cesara la lluvia impertinente y poder consumar el Acto Poético largamente anunciado y que de algún modo redimiría, una vez más, su Arte. Entraban confiados al patio del famoso café por la habitual puerta trasera, como ladrones en la noche; se saludaban, ocupaban las mesas bajo las amplias sombrillas de lona de acuerdo a sus simpatías (siempre quedó alguno solitario); brindaban con el mejor vino de importación, en alta voz, bajo la fronda.
El micrófono comenzaba con esa estridencia inevitable de aullido de animal salvaje; pero ese inconveniente fue controlado de inmediato por las manos expertas del Editor, hombre inmutable, cuyo provervial pragmatismo sólo iba enfocado hacia la Fama, y las ganancias del Libro que mañana mismo ya sería un bestseller y todo un clásico de la literatura, por supuesto.
En las palabras de apertura mencionaba—más bien paladeaba— decorativos nombres de ilustres antecesores del Oficio: Woolf, Borges, Paz, Joyce, Jimenez, Balzac (aunque en estas tierras no se admira mucho a los franceses—no es de buen gusto—, según me han dicho), cómo si esas resonancias pudieran y debieran realzar el destino de la Obra que entregaba confiado al gran público (el Mercado) y a las manos del Tiempo.
Los Maestros comenzaron con notable disfonía y carraspera a declamar sus poemas, que eran objeto de atenciones parciales por el resto de los presentes, entre sorbo y sorbo, mordida y mordida, cachada y cachada (nunca faltaron los habanos de contrabando), tos y tos, bostezo y bostezo…y aplausos complacientes y desganados, de algún modo. La noche liberada ya, definitivamente, de la indeseable llovizna, transcurría según lo previsto para beneplácito de los patrocinadores del evento, de la prensa local y condal, los libreros y otros ilustres invitados.
Más de pronto ocurrió algo que los dejó a todos sin palabras—y es muy patético ver a los Maestros privados de la Palabra, su único argumento—, estupefactos ante un hecho que bien podía estropear la trascendencia del acto: una voz quebrantó la noche de la ciudad opulenta; una voz quejumbrosa pero bien articulada, una voz tierna de mujer; una voz pidiendo ayuda para aplacar el hambre y otros demonios, y cuyas palabras transcribo fielmente de la memoria:
—Señores, ustedes disculpen. No acostumbro a molestar, pero tengo una gran necesidad y quizás puedan ayudarme. Me he quedado sin empleo.
Y continuó:
—Saben… Limpiaba una casa aquí cerca… Ya no me necesitan; he sido despedida. Les ruego que me ayuden. No quiero interrumpir a la poesía, pero necesito ayuda urgente: hoy no he comido nada aún. ¡Por favor, señores finos, ayudenme!
Hubo un silencio profundo, estupefacción, consternación por uno, dos, tres, cuatro segundos del tiempo y sus acciones, que ahora parecían congelarse… Nadie sabe cuantos segundos transcurrieron: sólo Dios pudo haberlos contado en su omnisciencia.
El Editor finalmente reaccionó y tomando a la mujer del brazo le susurró algo inaudible al oído, quizás una discreta evasiva como para que se retirara; más ella insistió, zafándose de su mano como se escurre un pez y regresa al agua en busca de la vida… Aún más apenada, pedía disculpas nuevamente.
Transcurrieron otros instantes de estupor que se parecieron a la muerte, a la nada.
La limosna fluyó a duras penas, trastabillando. Los dólares fueron a dar a su mejor destino: las manos de aquella mujer cuyo rostro humilde, resignado y agradecido, parecía sacado de un hermoso cuadro ocre-blanquecino de Fidelio Ponce. A paso lento y suave, con lágrimas de emoción, la intrusa se fue encaminando lentamente hacia la puerta trasera por donde mismo había entrado, esta vez, con algunos dólares en su puño cerrado… El Editor cerró la puerta.
Alguien dijo (no se supo quién):
—Este ha sido, sin dudas, el mejor poema de la noche.
El patio estalló en aplausos que se escucharon hasta en el ayuntamiento de la ciudad; más, a la mañana siguiente, los periódicos no hicieron mención alguna de este incidente. El libro de poemas se luce en las elegantes vitrinas de las librerías de la ciudad opulenta desde hace varios meses…
Félix Anesio
Coral Gables, Enero 2013.
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