Hay un tramo de tierra, de varios kilómetros de extensión, que corre paralelamente a una autopista cercana, dónde sobresalen escuálidos, deformes y cenicientos troncos de árboles a ambos lados de los autos que pasan vertiginosamente. Esta tierra no tuvo siempre tan horrendo aspecto: la tormenta la hizo así. Kilómetros y kilómetros de pálida y mórbida fealdad emergen a lo largo del trayecto, mientras nadie desea siquiera echarles una simple mirada. Esta tierra está marchita, diría yo, erosionada por la vesania del viento, la lluvia, el trueno y el tiempo.
Era el veintitrés de agosto de 1992. Todas las ventanas en la ciudad habían sido tapiadas, las puertas selladas, los refrigeradores repletos, las veladoras listas, innumerables cerillas y encendedores en todas las gavetas, las baterías colocadas en los fustes de las linternas amarillas, las latas cruzadas con abridores, los radios portátiles convenientemente dispuestos en las salas; hijos e hijas y madres y padres sentados rígidamente como cuerpos momificados, frente a las pantallas de los televisores; el ojo se apostaba cada vez más y más cerca, mientras las casas semejaban las sombrías barracas de un enorme campamento sitiado.
Era el veintitrés de agosto de 1992. Todas las ventanas en la ciudad habían sido tapiadas, las puertas selladas, los refrigeradores repletos, las veladoras listas, innumerables cerillas y encendedores en todas las gavetas, las baterías colocadas en los fustes de las linternas amarillas, las latas cruzadas con abridores, los radios portátiles convenientemente dispuestos en las salas; hijos e hijas y madres y padres sentados rígidamente como cuerpos momificados, frente a las pantallas de los televisores; el ojo se apostaba cada vez más y más cerca, mientras las casas semejaban las sombrías barracas de un enorme campamento sitiado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario